domingo, 29 de abril de 2007

Tres en venecia

Venecia se fue llenando de luz. A medida que el día avanzaba, las nubes matutinas se fueron y quedó un tiempo espléndido. Él se las ingenió para guardar algunos bultos en un jardín, cerca de la plaza de san marcos.

Luego caminó y vió calles, canales, barcos, turistas e iglesias. Por fin tuvo hambre y volvió, no sin antes haber escrito a Francisco desde un café. Su hermano.

Comió una pizza antes de llegarse a la estación. Y allí recuperó los bolsos y, descubriendo la sala de espera y encufes disponibles, se quedó sentado y leyendo y recargando el móvil y durmiendo con la boca abierta, vecino a una señora que luego resultó ser simpática, gorda, madura... y, con todo, polaca.

Despertó y aún quedaban muchas horas antes del tren. Fiándose en silencio de la polaca y rezando a su ángel custodio -quien nunca le falló- se marchó a dar un paseo.

Tal vez su vocación tuviera que ver con hacer visitas al Señor del universo en todas las iglesias del mundo. Ya había ido a Misa en San Marcos. Pero en las nuevas andadas tras la siesta, visitó otras zonas y otras iglesias.

Era una iglesia de planta redonda y una gran cúpula verde, enfrente de la estación al otro lado del canal. Y la había visitado mientras iba en un sentido, no habia más que una monja rezando y, esporádicamente, grupos de turistas. Pero a la vuelta a la estación entró otra vez: el sacerdote adoraba en silencio al Santísimo. Se quedó allí. No hubo bendición, o ya había sido, y el cura, una vez hubo regresado a Jesús, comenzó a preparar la Misa.

Él entró en la sacristía y se prestó a ayudar. El sacerdote era alemán, se llamaba Conrad, y le avisó que era en latín y con el rito antiguo. Bastaba, pues, conque tocara la campanilla en dos momentos y vigilara a los turistas.

La campanilla había de ser tocada en el Sanctus y en la Consagración.

En el exterior de la iglesia hay unas escaleras amplias, soleadas y, en aquel momento y entre otros muchos que allí se sentaban, habianse unos músicos callejeros.

El cura entró con un gorro negro coronado por una especie de pelusa. En sus manos llevaba el cáliz y los telas de las que había de servirse. La música penetraba en la iglesia y el sacerdote apenas susurraba la misa en latín dirigiéndose hacia...

Todo el rato te hablaba a Ti, era una Misa de intimidad entre Tú y él, aquel viejecito alemán enamorado de la última Cena y de tus palabras "quien no come mi carne..." y de tu entrega "nadie tiene más amor que aquel que da su vida...". No entiendo qué mandamiento cumplíamos con la Misa, no sé qué caridad se hacía allí efectiva, qué cristianismo se encarnaba en obras.

Imagino que era más allá de la ley de la naturaleza, imagino que ésa es la Buena Nueva: "buscad el Reino de Dios y lo demás se os dará por añadidura".

Éramos tres en Venecia. Ninguna obra de arte, ninguna de las bellezas y riquezas humanas de las que allí se disfrutan, me dió tal sentimiento de alegría.

Estaba en tu Misa porque el viejecito te amaba tiernamente.

A la vuelta una señora subía pesadamente su equipaje por las escaleras de la estación. La ayudé alegremente porque no me contenía.

Qué feliz me haces Jesús.
La ciudad de las colinas

Cuando volvia de la recepción del camping ya anochecía y se encontró, entre verdes matojos, a un gato blanco que le miraba con esa cara que tienen los gatos. Tienen un rostro y eso es algo muy curioso.

Era un gato blanco y se miraron con esa proximidad que la natuleza da a todos sus hijos y con toda esa lejanía que se tienen los primos que nunca se podrán encontrar del todo.

Había tomado un café italiano, ilusionado porque al día siguiente podía partir con un nuevo rumbo, ilusionado porque la brújula había dejado de oscilar con su volubilidad y temblaba la aguja apuntando hacia eslovenia. Y, aún sin café, tal vez tampoco se hubiera dormido porque la noche era muy bonita, primero no había nubes y luego sí, las había, pero la temperatura era agradable, él sentía que era tan agradable la noche que no merecía el trabajo de acostarse. Y lejos, entre esos grandes coches que llevan la casa dentro, se deslizó una sombra grande, tan grande que no podía ser otra cosa que un buen gato de cola peluda. En la sombras de los árboles no lo veía, en los pradillos más ilmunados no lo veía tampoco, pero lo presentía, captaba un movimiento que estaba en el límite de su capacidad visual porque apenas le llegaba la imagen. Así que enfocó en los alrededores de ese movimiento, de esa perturbación de la noche, para que el rabillo de su ojo, más acostumbrado a esa falsa visión, trabajara.

Tal vez fuera el mismo gato que antes se cruzó, pensó, blanco y con un rostro tan expresivo, ahora atravesando la noche.

Roma es una ciudad llena de colinas desde donde se deja ver, antigua y presumida. En la elevación -colinita- de San Juan Letrán el Papa ofició la Misa del Jueves Santo y el viajero se enamoró de una polaca. Luego la vió, luego te vi, en la cola de la Vigilia Pascual, pero ella fingió no reconocerle cuando aquel aspeó los brazos y sonrió.

Roma está llena de turistas. El tiempo es espléndido.

¿Qué estaría haciendo el gato que no dormía?
Dormir en París

No tenía ningún lugar donde dormir y por eso estuvo buscando por la ciudad, dando vueltas con la bici. Tal vez como una despedida, tal vez buscando una seguridad, acabó enfrente de Notre Damme.

La bici y él, reclinados en un banco de piedra blanca y fría. Entonces se acercó un mendigo con la barba blanca y grandes bolsas debajo de los ojos, zigzageando con los pies, gordo y borracho.

- ¿Tu es un turist?

Él negó con la cabeza

- ¿De Paris, tu travailles à Paris?

Negó otra vez

- ¿Tu es dans la rue?

En la calle, era eso. Se lo dijo al de las barbas.

- Pour cette nuit, oui.

El otro calló otro momento. Luego cambió de discurso. "Si estás en la calle, claro que no tendrás nada que darme". Ahora eran lo mismo, dos hombres frente a un problema común.

- ¿Tu sais où est-ce que tu vas dormir?

Dijo que no, otra vez, con la cabeza.

Aquel viejo borracho le dijo entonces de un lugar, justo allí debajo, en el garaje. Bastaba conque fuera con aire de propietario, que entrara en el garaje como si fuera lo más normal del mundo. Y luego podría dormir alli, por lo menos hasta las seis de la mañana. A las seis hacían la guardia.

El viajero le preguntó por las grandes estaciones de tren. ¿Es que estaban abiertas toda la noche?

- Oui, oui ... -reflexionó el otro- mais il y a de mauvaises personnes...

- Des personnes qui volent?

- Oui, oui...

Luego el viejo borracho se despistó porque pasaba gente delante de ellos y, a cada uno que pasaba, le pedía dinero; con otros bromeaba, lanzaba piropos a las chicas con pareja. Dos japonesas llegaron corriendo a ver la Iglesia y él se puso a planear detrás de una de ellas, jugando.

El viajero se fue a su antiguo barrio. La puerta al patio estaba cerrada, era tarde y nadie abriría.

Dio otra vuelta con la bici y recordó la quai de la seine. Fue allí con la bici y encontró un puente oscuro, solitario, enfrente de una pequeña estatua de la libertad. No olía demasiado a meado y estaba al abrigo de las miradas.

Aparcó la bici y fue a dormir. Metió todas las posesiones dentro del saco y utilizó el calzado como una almohada.

Dormía en la calle porque habia acudido a un amigo. Pero este no quiso recibirle de buen grado, su cobijo costaba la humillación del inferior y el viajero no lo quiso. Mundo ingrato.

Y cuando despertó a la mañana siguiente, debajo del puente y bien reposado, descubrió que un alma había allí dejado diez euros, debajo de dos piedras, dinero para aquel que dormía todo metido en un saco de dormir, sin nada a la vista que le perteneciera más que el cuerpo y el saco. Y nadie.

¿Quién? ¿Cómo llegó allí el extraño? El viajero rezó por aquella persona, agradecido, y con pequeñas piedras quiso escribirle un mensaje, allí donde había estado el billete:

"Merci"
El elemento más importante del viaje:

Tú, Señor, siempre tú. Me enamoro, me creo el mejor, soy el viajero y el triunfador... ¡qué rápido te olvido! No hay viaje, no hay nada más que el vacío que se cierne sobre la vida y tú, Señor, que das todo el sentido aún en las tinieblas. Vivamos y moramos, sí, porque tú estás aquí y todos los miedos del camino, todas las bestias que se esconden en la imaginación y en las sombras del camino, se envancenen, humo, historia, sólo queda el hoy, intenso, lleno de color porque tú estás ahí, tú, mi amor, tú mi esperanza, tú mi sentido porque si no... ay, qué fácil te olvido.
Troyes

La ciudad fría

En la ciudad fría las gentes huían de las calles y las iglesis enegrecían sus soportales; allí los coches eran fantasmas y las casas de colores no tenían pintura sino el maquillaje trasnochado del cansancio y de la fatiga.

En el día de mercado todas las almas de la ciudad se centraban en la plaza. Las manzanas y las naranjas y los plátanos y los ahuacates verdes rasposos y la ropa encogida y los relojes chatos y la lluvia y el día que se escondía bajo el agua, todo gris y diciendo "mira, mira el invierno"

Una sirena. La habitación del hotel estaba llena de espacio y de tedio. Seguía lloviendo.

En la ciudad fría el agua caía como una rutina húmeda siempre inacabada.
El hombre que alimentaba a su zapato

En un gastado Mac Donald de carretera, en las afueras del pueblo, todos los jóvenes se reúnen. Hay que haber abandonado la juventud para apreciar toda la fuerte y ridícula vanidad de los adolescentes. Todos los que por allí pasamos olvidamos rápido los tiempos dedicados a la reflexión sobre nuestros cuerpos, nuestros gestos y, en definitiva, sobre nuestra apariencia. La vida se vive entonces como una gran pieza de teatro en la que hay que batirse para conservar el estrellato o, al menos, para no caer en papeles de los que parece que no hay salida.

En este Mac Donalds anochecía en un marzo de tiempo variable, pues, según la hora, el día se tornaba ora en lluvioso, ora en soleado. Eran las siete de la tarde. El viajero fatigado por la jornada entró allí buscando comida rápida y familiar.

Aún no se había del todo saciado cuando los vio. Eran tres jóvenes sentados en una mesa; sobre ella reposaban desordenados los restos de su cena. En ese momento hablaban despreocupadamente. Nadie les prestaba especial atención, todos los otros jóvenes los conocían y, por ello, los ignoraban. Si acaso, era la mugre del viajero lo que más podía entre todo resaltar ... en aquel día de marzo cuando el sol ya se ponía.

El viajero no daba crédito a sus ojos. Uno de los jóvenes, de brillante negra piel y con dorados pendientes deslumbrando en sus orejas,habia, el tobillo de una descansaba sobre la rodilla de la otra. Con los restos de la cena, aquel joven nutría a la suela de su zapato con los restos de la comida: con patatas y ketchup; y con las migas y los trozos del blando pan de la hamburguesa.

No había engaño posible. Su mano agarraba los restos de la cena y se los alcanzaba a la suela de su zapato, quien a su vez los mordía fiera y estúpidamente. Los hacía desaparecer.

Nadie prestaba atención; menos que ninguno el portador del zapato. Imposible precisar si el joven era el amo o el esclavo, tan voraz, cruel e indiferente era la negra suela.

El viajero creyó estar soñando.
Primeras etapas

No era la idea la de hacer un diario. No quiero hacer un viaje sino ir hacia tus manos, Señor. Hoy he llegado a Coulommiers, a poco menos de 100 km de parís. Estaba cansado de París. Ahora he entrado en un Mac Donalds. Son las 19 20 y anochece. Quiero ir donde tú quieras que vaya. Y estar contigo. Y ser feliz.