Tres en venecia
Venecia se fue llenando de luz. A medida que el día avanzaba, las nubes matutinas se fueron y quedó un tiempo espléndido. Él se las ingenió para guardar algunos bultos en un jardín, cerca de la plaza de san marcos.
Luego caminó y vió calles, canales, barcos, turistas e iglesias. Por fin tuvo hambre y volvió, no sin antes haber escrito a Francisco desde un café. Su hermano.
Comió una pizza antes de llegarse a la estación. Y allí recuperó los bolsos y, descubriendo la sala de espera y encufes disponibles, se quedó sentado y leyendo y recargando el móvil y durmiendo con la boca abierta, vecino a una señora que luego resultó ser simpática, gorda, madura... y, con todo, polaca.
Despertó y aún quedaban muchas horas antes del tren. Fiándose en silencio de la polaca y rezando a su ángel custodio -quien nunca le falló- se marchó a dar un paseo.
Tal vez su vocación tuviera que ver con hacer visitas al Señor del universo en todas las iglesias del mundo. Ya había ido a Misa en San Marcos. Pero en las nuevas andadas tras la siesta, visitó otras zonas y otras iglesias.
Era una iglesia de planta redonda y una gran cúpula verde, enfrente de la estación al otro lado del canal. Y la había visitado mientras iba en un sentido, no habia más que una monja rezando y, esporádicamente, grupos de turistas. Pero a la vuelta a la estación entró otra vez: el sacerdote adoraba en silencio al Santísimo. Se quedó allí. No hubo bendición, o ya había sido, y el cura, una vez hubo regresado a Jesús, comenzó a preparar la Misa.
Él entró en la sacristía y se prestó a ayudar. El sacerdote era alemán, se llamaba Conrad, y le avisó que era en latín y con el rito antiguo. Bastaba, pues, conque tocara la campanilla en dos momentos y vigilara a los turistas.
La campanilla había de ser tocada en el Sanctus y en la Consagración.
En el exterior de la iglesia hay unas escaleras amplias, soleadas y, en aquel momento y entre otros muchos que allí se sentaban, habianse unos músicos callejeros.
El cura entró con un gorro negro coronado por una especie de pelusa. En sus manos llevaba el cáliz y los telas de las que había de servirse. La música penetraba en la iglesia y el sacerdote apenas susurraba la misa en latín dirigiéndose hacia...
Todo el rato te hablaba a Ti, era una Misa de intimidad entre Tú y él, aquel viejecito alemán enamorado de la última Cena y de tus palabras "quien no come mi carne..." y de tu entrega "nadie tiene más amor que aquel que da su vida...". No entiendo qué mandamiento cumplíamos con la Misa, no sé qué caridad se hacía allí efectiva, qué cristianismo se encarnaba en obras.
Imagino que era más allá de la ley de la naturaleza, imagino que ésa es la Buena Nueva: "buscad el Reino de Dios y lo demás se os dará por añadidura".
Éramos tres en Venecia. Ninguna obra de arte, ninguna de las bellezas y riquezas humanas de las que allí se disfrutan, me dió tal sentimiento de alegría.
Estaba en tu Misa porque el viejecito te amaba tiernamente.
A la vuelta una señora subía pesadamente su equipaje por las escaleras de la estación. La ayudé alegremente porque no me contenía.
Qué feliz me haces Jesús.
Venecia se fue llenando de luz. A medida que el día avanzaba, las nubes matutinas se fueron y quedó un tiempo espléndido. Él se las ingenió para guardar algunos bultos en un jardín, cerca de la plaza de san marcos.
Luego caminó y vió calles, canales, barcos, turistas e iglesias. Por fin tuvo hambre y volvió, no sin antes haber escrito a Francisco desde un café. Su hermano.
Comió una pizza antes de llegarse a la estación. Y allí recuperó los bolsos y, descubriendo la sala de espera y encufes disponibles, se quedó sentado y leyendo y recargando el móvil y durmiendo con la boca abierta, vecino a una señora que luego resultó ser simpática, gorda, madura... y, con todo, polaca.
Despertó y aún quedaban muchas horas antes del tren. Fiándose en silencio de la polaca y rezando a su ángel custodio -quien nunca le falló- se marchó a dar un paseo.
Tal vez su vocación tuviera que ver con hacer visitas al Señor del universo en todas las iglesias del mundo. Ya había ido a Misa en San Marcos. Pero en las nuevas andadas tras la siesta, visitó otras zonas y otras iglesias.
Era una iglesia de planta redonda y una gran cúpula verde, enfrente de la estación al otro lado del canal. Y la había visitado mientras iba en un sentido, no habia más que una monja rezando y, esporádicamente, grupos de turistas. Pero a la vuelta a la estación entró otra vez: el sacerdote adoraba en silencio al Santísimo. Se quedó allí. No hubo bendición, o ya había sido, y el cura, una vez hubo regresado a Jesús, comenzó a preparar la Misa.
Él entró en la sacristía y se prestó a ayudar. El sacerdote era alemán, se llamaba Conrad, y le avisó que era en latín y con el rito antiguo. Bastaba, pues, conque tocara la campanilla en dos momentos y vigilara a los turistas.
La campanilla había de ser tocada en el Sanctus y en la Consagración.
En el exterior de la iglesia hay unas escaleras amplias, soleadas y, en aquel momento y entre otros muchos que allí se sentaban, habianse unos músicos callejeros.
El cura entró con un gorro negro coronado por una especie de pelusa. En sus manos llevaba el cáliz y los telas de las que había de servirse. La música penetraba en la iglesia y el sacerdote apenas susurraba la misa en latín dirigiéndose hacia...
Todo el rato te hablaba a Ti, era una Misa de intimidad entre Tú y él, aquel viejecito alemán enamorado de la última Cena y de tus palabras "quien no come mi carne..." y de tu entrega "nadie tiene más amor que aquel que da su vida...". No entiendo qué mandamiento cumplíamos con la Misa, no sé qué caridad se hacía allí efectiva, qué cristianismo se encarnaba en obras.
Imagino que era más allá de la ley de la naturaleza, imagino que ésa es la Buena Nueva: "buscad el Reino de Dios y lo demás se os dará por añadidura".
Éramos tres en Venecia. Ninguna obra de arte, ninguna de las bellezas y riquezas humanas de las que allí se disfrutan, me dió tal sentimiento de alegría.
Estaba en tu Misa porque el viejecito te amaba tiernamente.
A la vuelta una señora subía pesadamente su equipaje por las escaleras de la estación. La ayudé alegremente porque no me contenía.
Qué feliz me haces Jesús.
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