La ciudad de las colinas
Cuando volvia de la recepción del camping ya anochecía y se encontró, entre verdes matojos, a un gato blanco que le miraba con esa cara que tienen los gatos. Tienen un rostro y eso es algo muy curioso.
Era un gato blanco y se miraron con esa proximidad que la natuleza da a todos sus hijos y con toda esa lejanía que se tienen los primos que nunca se podrán encontrar del todo.
Había tomado un café italiano, ilusionado porque al día siguiente podía partir con un nuevo rumbo, ilusionado porque la brújula había dejado de oscilar con su volubilidad y temblaba la aguja apuntando hacia eslovenia. Y, aún sin café, tal vez tampoco se hubiera dormido porque la noche era muy bonita, primero no había nubes y luego sí, las había, pero la temperatura era agradable, él sentía que era tan agradable la noche que no merecía el trabajo de acostarse. Y lejos, entre esos grandes coches que llevan la casa dentro, se deslizó una sombra grande, tan grande que no podía ser otra cosa que un buen gato de cola peluda. En la sombras de los árboles no lo veía, en los pradillos más ilmunados no lo veía tampoco, pero lo presentía, captaba un movimiento que estaba en el límite de su capacidad visual porque apenas le llegaba la imagen. Así que enfocó en los alrededores de ese movimiento, de esa perturbación de la noche, para que el rabillo de su ojo, más acostumbrado a esa falsa visión, trabajara.
Cuando volvia de la recepción del camping ya anochecía y se encontró, entre verdes matojos, a un gato blanco que le miraba con esa cara que tienen los gatos. Tienen un rostro y eso es algo muy curioso.
Era un gato blanco y se miraron con esa proximidad que la natuleza da a todos sus hijos y con toda esa lejanía que se tienen los primos que nunca se podrán encontrar del todo.
Había tomado un café italiano, ilusionado porque al día siguiente podía partir con un nuevo rumbo, ilusionado porque la brújula había dejado de oscilar con su volubilidad y temblaba la aguja apuntando hacia eslovenia. Y, aún sin café, tal vez tampoco se hubiera dormido porque la noche era muy bonita, primero no había nubes y luego sí, las había, pero la temperatura era agradable, él sentía que era tan agradable la noche que no merecía el trabajo de acostarse. Y lejos, entre esos grandes coches que llevan la casa dentro, se deslizó una sombra grande, tan grande que no podía ser otra cosa que un buen gato de cola peluda. En la sombras de los árboles no lo veía, en los pradillos más ilmunados no lo veía tampoco, pero lo presentía, captaba un movimiento que estaba en el límite de su capacidad visual porque apenas le llegaba la imagen. Así que enfocó en los alrededores de ese movimiento, de esa perturbación de la noche, para que el rabillo de su ojo, más acostumbrado a esa falsa visión, trabajara.
Tal vez fuera el mismo gato que antes se cruzó, pensó, blanco y con un rostro tan expresivo, ahora atravesando la noche.
Roma es una ciudad llena de colinas desde donde se deja ver, antigua y presumida. En la elevación -colinita- de San Juan Letrán el Papa ofició la Misa del Jueves Santo y el viajero se enamoró de una polaca. Luego la vió, luego te vi, en la cola de la Vigilia Pascual, pero ella fingió no reconocerle cuando aquel aspeó los brazos y sonrió.
Roma está llena de turistas. El tiempo es espléndido.
¿Qué estaría haciendo el gato que no dormía?
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