viernes, 28 de abril de 2006

Un accidente de moto

Parece que siempre estoy volviendo. Pero hoy, otra vez, volvía: había ido a Misa a la iglesia de San Cristóbal. A una manzana un coche giraba hacia una bocacalle y atropellaba a una pequeña moto que corría, no podía ser menos, con un negrito-mensajero. No hacer este tipo de distinciones en un país que las tiene tan presentes me parecería dejar de decir algo importante.
Yo he corrido para allá, junto a otros. Lo malo es que he llegado el primero. El hombre se quejaba a modo, no era para menos: se había tragado uno de esos pitotes metálicos con los que se impide que los coches lleguen a la acera. Yo no entendía nada, pero a la siguiente que llegó le he hecho ver que mejor que llamara ella o, como yo le dijera al 112 dónde estábamos, aquel desgraciado iba a morir de pura impaciencia.
Luego había mucha gente alrededor de él. Yo estaba atontado, sin saber qué hacer aparte de tocarle y hacerle sentir acompañado en su desgracia. Un joven me ha dicho algo para que se le comunicara al herido, pero le he hecho ver que mejor se lo decía él porque je ne parle pas le francais. Y le ha dicho que se colocara así y asá mientras esperaba los efectivos médicos. También había por allí un pequeño perro, de esos pequeños, de esos como un felpudo, que ha comenzado a ladrar. El dueño le ha hecho callar y han seguido los dos allí, junto a toda la multitud que comenzaba a acumularse. Así que me he ido, no sintiendo que mis intenciones sirvieran para nada.
Ahora temo que, en el traste de tirar la mochila, volaran por los aires mis apuntes de filosofía. política

miércoles, 26 de abril de 2006

El borracho del metro de Paris

Ayer cogí el metro, como siempre. Volvía de casa de Gino y ya era tarde. Había llovido y las calles estaban limpias y mojadas.
En el vagón había un tipo dando voces, algo bastante frecuente en París. Era un negro inmenso con la barba blanca y buenamente borracho.
La que más tuvo que aguantar fue una chica, de aspecto asiático, que se tragó todo el aliento con el que el otro le soplaba en los morros. Aquí es normal encontrarse con mucha gente así (me refiero al mendigo, aunque también hay muchos asiáticos, claro)
Había también en el vagón una viejecita de aspecto nervioso e indignado. El negro nos dedicó a todos miradas y voces con mayor o menor intensidad, pero le dio por seguir molestando a la chica asiática. Esta se vino al otro lado del vagón, donde yo y la viejecita estábamos. La viejecita se puso en medio del pasillo como para frenar al otro. Y la chinita se colocó en la puerta porque salía. El mendigo la siguió y le puso la mano encima. Aquello ya eran más que palabras e intervenimos, pero yo llegué primero.
Le pedí que se calmara y que se quedara conmigo. Así que salimos todos; los tres destacados éramos la asiática, casi corriendo como quien ha visto el diablo, y yo y el negro, mi brazo sobre sus hombros como si fuéramos amigos de toda la vida.
Es curioso que en todo el relato hago por referirme a él como el negro, y no el mendigo o el borracho. Pero es que era muy negro.